sábado, 26 de junio de 2010

1 - 2: A octavos y como primeros de grupo. Cristiano, preparaté.



Estamos en octavos y ahora todo es posible. Desde hoy Suiza dejará de ser un mal recuerdo y volverá a ser un país con las vacas moradas. Empezamos de nuevo, sin pasado que nos torture. Hasta diría que en esta vida que estrenamos partimos con una ventaja: hemos cometidos suficientes errores como para haber aprendido algo, quizá mucho.


La victoria contra Chile, sin ir más lejos, fue una gran lección. Ganamos en jugadores y perdimos como equipo. Nos sobró buena parte del principio y un pedazo del final. Sólo fuimos superiores cuando conseguimos trasladar la batalla colectiva al plano individual. Y no resultó sencillo. La selección chilena es hija de un acordeón y de una jauría. Hija de Bielsa. De hecho, corren como si les persiguiera el entrenador. Y muerden como él.


No podíamos imaginar un mejor panorama, y tanto nos emocionamos (la felicidad embriaga), que soñamos con que Del Bosque, tras el descanso, daría entrada a Silva por Torres, evidentemente mal, y a Cesc por Xabi, evidentemente lesionado. Pues no. El primer impulso del seleccionador fue poner a calentar a Javi Martínez, pivote por pivote. De modo que lo suyo no es una inclinación, sino un principio fundacional.


Sólo el gol de Chile, al reanudarse el partido, alteró los planes. Cesc entró por Torres y de su asociación con Xavi e Iniesta brotó un chorro de tiqui-taca, breve, pero reconfortante. Cuando Javi Martínez relevó a Xabi el partido ya había entrado en otra dimensión. Chile, conocido el empate entre Suiza y Honduras, se encontró a dos goles de la eliminación, e incapaz de controlar el destino del otro partido, decidió que uno no se lo marcaría España. Nosotros, más de letras, tardamos en entender pero entendimos. No agresión, madre patria.


Que nadie se ruborice por esos minutos. Nos comportamos con el pragmatismo de los que han venido para ganar el torneo, no para sacarle brillo. Además, desde hoy, ya no hay pasado. Sólo Portugal.


Durante 24 minutos, los primeros, quedamos a su merced. Sin balón, España no parecía España. Estaba desarbolada y no sabía guarecerse porque este equipo jamás lo necesitó. Fue entonces cuando descubrimos goteras en Capdevila, falto de agilidad, y en Fernando Torres, fuera de punto. Fue entonces cuando entendimos que la tormenta de Chile no era perfecta: tres tarjetas en 20 minutos.


Hasta que surgió el fogonazo. La jugada nació en un balón largo de Xabi al que Torres llegó tarde y que el portero despejó mal. Villa, que no perdía ripio, atrapó ese conejo y marcó a portería vacía, pero con un golpeo tan lleno de dificultades (sin pararla, con la zurda, Jabulani...) que el gol merecía un cheque o un coche.


Recuperada la compostura tras la celebración, nos miramos y pensamos que le habíamos hecho a Chile lo que nos suelen hacer a nosotros. El complejo (delicioso) fue mayor cuando al regreso de una ocasión chilena frustrada por Piqué, Iniesta marcó el segundo. Suyo fue el gol, la recolección y el empaquetado. Robó, se apoyó en Villa y marcó con un tiro tan sutil que, antes que por un pie, la pelota pareció golpeada por un putt.


Y, por si la alegría no fuera bastante, el gol traía regalo. Torres hizo de un tropiezo con Estrada un fingimiento hollywoodiense y el árbitro expulsó al primo chileno por doble amarilla. Vaya en descargo de nuestra conciencia que luego perdonó a Chile alguna roja flagrante, como el plantillazo de Ponce que dejó maltrecho a Xabi Alonso.





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